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Tinta [Relato]



La observó con extrañeza, la lluvia caía abundante, pero no directamente en la libreta, el agua tenía miedo, lo sentía. Las páginas estaban limpias de la humedad, y el charco circundante formaba un círculo concéntrico casi perfecto.

El camino tenía que albergar a alguien en las sombras, pensó. «Ha de ser una broma», insistió. Miró en todas direcciones percatándose de pronto de lo más improbable: estaba solo.

La pregunta clave sobrevino de inmediato. ¿De quién era la libreta?

Era simple ignorarla sin la anomalía del agua rodeando por completo sus frágiles páginas. La tomó aún sin mucha expectativa pese a lo inquietante de la naturaleza de esta. No había ningún diseño en la portada, ni una línea enmarcada, ni siquiera un título, no había nada en sus páginas. Una vez en casa revisó cada una de ellas confirmándolo de nuevo. No había rastro de su dueño, nada que indicara que hubiera algo más fuera de lo normal.

Aquel día no había estado exento de eventos inesperados, había estado a punto de morir en un par de ocasiones. Estuvo a un paso de dar con un cable de corriente tirado por las recientes tormentas, sin suerte habría terminado ese día carbonizado. Luego estuvo al borde de caer de la azotea del edificio de la escuela por una fuerte ráfaga de viento repentina. De forma fortuita se había librado de la muerte en esas dos ocasiones, pensó ya menos entumido por el cobijo de su cama.

Se durmió temprano con la libreta vigilando sus sueños en el mueble junto a él.

Para cuando despertó el mueble estaba marchito y rebosaba un olor que se asemejaba mucho a los organismos en descomposición. Se tuvo que tapar la nariz para no vomitar cruzando la habitación para abrir la ventana. Contempló la libreta con el aire entrando en la fría estancia. Tuvo curiosidad, tal vez demasiada dadas las circunstancias, la mayoría al observar los efectos de ella, la habría tirado a la basura directo al olvido, pero él era estúpido.

Sus dudas eran justificadas aun trayéndola camino a la escuela, había desayunado cereal con un yogurt y su madre no había notado la ausencia del mueble que había tenido que tirar en la otra cuadra. El olor repulsivo no era lo único, recordó, pues había metido la mano en el cajón para sacar uno de los cuadernillos que necesitaba para la clase de esa mañana. Pero no quedaba ni rastro de él, y el cosquilleo que sintió luego…, el mueble estaba infestado de gusanos.

Las corrientes comenzaban a soplar mientras emprendía camino a la escuela; y una llovizna tenía impresa una capa leve de agua en el suelo, era la huella de la inminente llegada de un tifón, probablemente para el viernes, por lo que le quedaban tres días para aprovisionarse junto a su madre.

El camino a la escuela era aburrido y solitario, casi siempre se dedicaba a mirar a los gatos que andaban por la interminable fila de casas de esa avenida, pero ese día no había ningún animal por las calles, y los escasos perros que pasaban de vez en cuando, le gruñían. Pasaba a diario por allí por cerca de cinco años. Jamás los animales se habían comportado de esa manera, y la calle amplia estaba prácticamente desolada. Era un barrio natural siempre lleno de domésticos animales. No quería pensar que fuera por la libreta, pues a pesar de los hechos obvios, sus ánimos estaban por el piso, y el pensamiento empeoraba su situación.

Llevar mochila ese día era incómodo, apenas llevaba dos cuadernos, los que utilizaba para matemáticas y ciencias, y un estuche. Le faltaba el cuaderno de historia, derruido al igual que el cajón, pero no aquel cuadernillo extraño… cada cuadra debía reacomodarse el bolso por las molestias que sentía.  

Aun cuando iba a mitad de camino este parecía inacabable, se detuvo en un local para comprar un refresco y se sentó un momento. Frente a él la calle albergaba autos pasando hasta dar con la otra vereda, donde estaba la otra hilera de casas y más atrás, edificios. Justo en frente vio un perro que se lanzaba contra un pajarillo. Sin darse cuenta notó que tenía el cuadernillo entre las piernas, entonces lo hojeó, y por no más de un instante vio una mancha de tinta que se extendió en una carilla con la celeridad de un relámpago…, tenía la forma de un ave. Cambió de página adelante y atrás, pero la tinta se había extinguido, no había rastro.

Se decidió a tomar un lápiz, y marcó un surco en el centro de una de las hojas, pero la tinta no rayaba las páginas. Incómodo de tan sólo sostener la libreta en sus manos, la guardó. Aquella mañana siguió su camino, pero otra molestia apareció. Esta vez no en su espalda, sino en sus manos. Una picazón le acompañó durante todo el día. Una molestia que no le generó, sin embargo, tanta intriga como el origen de aquella libreta.

 

La jornada, más aburrida que de costumbre fue la semilla para su ansiedad. No era una persona extremadamente sociable, por lo que el peligro de que algún idiota le sacara cosas de su bolso era una realidad. Meditó que llevar la libreta consigo en todo momento era una manera de evitar el bochorno, pero, ¿por qué quería protegerla? ¿No habría sido mejor dejar que se fuera con otro destino? Pero ella se había presentado frente a él, evadiendo la lluvia con sus páginas misteriosas, casi iluminada por un haz de luz desde el mismo cielo tormentoso. Era para mí, concluyó. Sólo para mí. Nada había captado su atención con tanta presteza. Si lo que había visto junto a la autopista era verdad, tal vez el cuadernillo podía ser un depósito de almas, aunque la sola idea lo hizo reír.

En la última clase se había quedado dormido, sólo lo despertó la campana que daba término a la jornada. Se dio cuenta que le dolía la cabeza, pero nada más allá de lo habitual. Aun así, le irritaba tener que sumar otra carga de dolores.

Llegó a casa de vuelta. Se preparó un sándwich y se dispuso a recostarse, las molestias persistían, pero seguro era por no haber dormido bien. Al dar el paso al interior con un mordisco del pan en la boca, se detuvo en seco.

Su madre estaba tirada en el piso, pero no era sólo eso. Estaba tirada de aquella forma casual de muerte súbita. No estaba desmayada, pues sus ojos estaban grises y el tono de piel, pálido como el de un muerto. No, no estaba viva, ya no más… Las piernas le fallaron junto al cuerpo en descomposición, y junto a él descansaban los restos nauseabundos del mueble que había tirado en la otra cuadra.

Estúpida, pensó fríamente. Pero se retractó de inmediato, él no haría un comentario así. Otra vez derivó la culpa a la libreta, pero no la tiró… no podía hacerlo, aunque quisiera. Era suya, sólo suya, un regalo de algún Dios retorcido para él. Ella debía de tener la culpa, por devolver el mueble que había tirado él mismo, hallando su muerte en la inocente acción.

 

Tenía que deshacerse del cuerpo o pensarían que él lo hizo. No habían pruebas de ello, pero tampoco evidencias de lo contrario, y estaba ahí, frente a la escena del crimen que nadie cometió, frente a un simple accidente.

No sentía culpa, tampoco pena, sólo quería que saliera de su vista. Quería apartar la incomodidad de los olores que rodeaban ambas fuentes de la podredumbre.

Cuando depositó el cuerpo, no sin dificultad, en una bolsa tuvo que esforzarse por no sufrir un ataque de pánico. De nuevo, no sentía culpa, ni pena, mucho menos remordimiento, y sus dolores habían cesado por esa tarde y noche. Estúpida, volvía a pensar, como un pensamiento intrusivo, inevitable.

Se le ocurrió emprender un corto viaje, pero primero dejaría el cuerpo junto al resto de la basura. El camión se encargaría de recogerla… Al observar el clima ventoso y la lluvia que se presentaba persistente, concluyó que debería comprar comida para pasar el tifón.

 

El siguiente día llegó más rápido de lo que esperó. No sintió haber dormido, nada en absoluto, y aun así se sentía despierto, más vivo que nunca. Se duchó y desayunó en tremenda soledad. El olor no se había ido del todo, aun sentía aromas de lo que había sido su madre. Intentó irse más temprano que de costumbre y de paso lo vería con sus propios ojos, si el camión se había llevado la pestilencia.

 

Volvía a casa de noche meditando sobre lo que había encontrado y de por qué no sentía nada, aquella sensación molesta le irritaba más que la migraña. No se sentía enojado, ni triste, sólo ineludiblemente irritado. Tenía ganas de bajar cualquier muralla a golpes por sus conclusiones acertadas.

Al pasar esa mañana por el camino habitual vio a un perro acercándose como si lo reconociera. Algo de felicidad pasó por su rostro, y hasta se arrodilló para acariciarlo. Pero su sonrisa se esfumó enseguida, se puso de pie y se apegó a la muralla más próxima. El perro llevaba una mano repleta de un relleno exagerado de gusanos amarillos y gordos que botaban pus cada vez que el animal mordía la extremidad. Se cubrió la nariz por la podredumbre que se esparcía cuanto más se acercaba el perro. Se la estaba entregando, una mano, regalo de aquel misterioso Dios que le había dado la libreta, tal vez le había dado más que eso; una lección. Lo golpeó con la mochila para que se alejara, pero el animal no hacía mas que insistir con más energía moviendo su cola. Sacó luego la libreta, y se la azotó en el hocico.

El animal corrió con la cola entre las piernas, y la mano hinchada de gusanos quedó tirada.

Siguió su camino intentando olvidar el hecho. Pero se topó con el basurero en el que había dejado el cuerpo. ¿Por qué no había pensado en ello?, se dijo. Si el perro llevaba una mano, el cuerpo estaría fuera de su bolsa.

Algunas personas se acercaban a ver el contenido del basurero huyendo enseguida tras notar su descomposición. Pero no sólo era eso, el metal del que estaba hecho el contenedor se había derruido, y el murmullo de los gusanos le provocó escalofríos que le acompañarían durante el resto del día. El aura que emitía la peste atravesaba todas las barreras, incluso quienes llevaban mascarillas corrían apresurados para dejar atrás el callejón con el cadáver.

Y su alma… ¿dónde habría ido a parar su alma?, pensó.

No se atrevía a responderlo, y estaba tan desesperado que no se paró a meditarlo. Un trueno resonó partiendo el cielo en tres fragmentos en la lejanía, y la libreta se agitó en su bolso, cayendo a través de un agujero en la mochila. Otra peste salió, esta vez del propio bolso; incluso aquello que no podía pudrirse se pudría, pensó mientras lo tiraba a un depósito lleno de cartones viejos. Pero no tiró la libreta. O bien no podía.

Cruzó la calle sin apenas notar que un par de ojos brillantes le pasaban por encima. El peso de la camioneta le arrastró por varios metros hasta detenerse. Su cuerpo destrozado reposaba junto a manchas de sangre que hacían juego con las marcas de las llantas. Miraba al cielo, pero desprovisto de vida, con la mirada perdida. Comenzó a llover de repente, la libreta, ausente de humedad, emitió una leve vibración, como un zumbido, y su pecho dejó escapar su última bocanada de aire al momento en que moría.

El viejo que conducía se bajó trastabillando entre cada paso y al ver el cuerpo, gimió nervioso, estaba evidentemente ebrio y le corría un charco por la comisura de la boca ahí donde la lluvia encallaba. Tenía la camisa abierta de la que salía una enredada mota de pelos. También sangraba, pero menos copiosamente como lo hacía su víctima. Dos transeúntes se fijaron en el cadáver y se acercaron a gritos, el conductor no respondía a quienes lo increpaban, estaba en shock.

Su mente se había vuelto en negro, nada más que negro aun con los ojos abiertos como huevos; otro relámpago hendió el cielo cuando los presentes le dieron la espalda. La libreta se agitó y un suave chillido se escuchó por segunda vez, imperceptible para los presentes. Sus ojos recuperaron de a poco su brillo, pestañeó un par de veces y sus pulmones aun en reconstrucción tomaron una debilísima cantidad de aire en un silbido. Se apoyó en el suelo encajando sus huesos en una visión tétrica. Uno de los presentes no dijo palabra alguna; una mujer gritó enloquecida. Se puso de pie con el torso de revés y los dientes saliéndole por una mejilla abierta, y, como pudo, tomó aquel artículo perverso y salió cojeando. Cada pisada era un quejido que no podía ocultar, pero cada vez era menos complicado dar un paso y luego otro. Pronto recuperó la postura y sus huesos se ubicaron no sin un horrible dolor, y corrió.

Para su sorpresa, lloraba…

 

El rumor se esparció de manera enfermiza, como un mito urbano recién parido, y los parlantes sociales se desgarraban la voz a viva garganta buscando en el relato una coincidencia. Para su mala suerte habían descrito su uniforme escolar y no tardaron en llegar autoridades de la misma escuela a informar que un alumno encajaba con la descripción. El extraño relato, del estudiante que había revivido tras un atropello mortal, se hizo viral. Y así de rápido se enterarían de que él había sido ese niño, pues había faltado a la escuela y porque su madre había dejado de ir al trabajo.

Se decidió a escapar sin remedio por el pánico, seguro habrían de ir a buscarlo en la madrugada cuando el tifón pasara. Salió afuera sin importarle la tormenta y sabiendo que eso no lo detendría pues tenía a un retorcido Dios de su parte.

Una ráfaga de viento arrancó una rama de árbol. Apenas tuvo tiempo de reaccionar. Cayó en su cabeza propiciándole su segunda muerte; la sangre, diluida con el agua, volvió de a poco a su cuerpo y lloró a cántaros otra vez, como si la desgracia fuera su única suerte.

Observó la libreta, primero buscando un indicio, luego una Verdad. Un relámpago estalló y en las páginas descubiertas se dibujó un rostro con la tinta negra. Era el de su madre. Pudo oír algo entre la ventisca y la lluvia: un llanto de sufrimiento, y el surco de aquel dibujo era agresivo, como si alguien lo hubiese pintado a manotazos. Sus hojas completamente secas lucían manchadas de una tonalidad similar a la del sepia, mantuvo la mirada mientras su cara se reconstruía y sus ojos volvían a su lugar. En la libreta estaban escritas dos fechas: 12/10/2019 y 13/10/2019. Dos muertes. La idea estremeció cada fibra de sus músculos, más que el viento helado y las gotas frías sentenciosas; una amarga sensación sobrevino junto a una fuerte ventisca que no lo dejó avanzar, y el extraño tomo se escapó de sus manos. Intentó alcanzarlo al instante, pero un trozo de hojalata le cortó el brazo como si el deseo de aquel Dios bipolar hubiese mutado. La libreta se voló tan lejos que la perdió de vista. Y él quedó en el suelo inhóspito, acurrucado frente al frío cruel, sosteniendo su brazo sangrante.


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