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Matriz [Capítulo 1], por H. R. López

 


ultima actualización:01/01/2025


Este capítulo es parte de una pesadilla que experimenté con intensidad un día hace unos 12 años, que, comenzando a escribir por primera vez en mi vida, me mantuvo atado a concluir una historia que a día de hoy sigue inspirándome tanto en vida como en sueños. Es mi alimento anual creativo, y la parte más personal de mi persona, ocultando miedos, traumas, y pasiones entre líneas. Tiene de título Matriz, pues intenta develar la profundidad de la estructura que lleva el flujo de todo lo vivo y lo muerto en una corriente con sentido; materia y energía conjuntas; en la vida experiencia y en la muerte transformación. Tiene tintes de misterio, pero si eres persistente, puede llegar a sorprenderte con ciencia ficción y fantasía, posando al protagonista frente a su alter ego, la "Sombra", su creador literario el "Escritor", y otras entidades, el "Narrador", el "Lector", y enigmáticas deidades sin nombre... Sin más, esto es, Matriz...



Título: Matriz
Autor: H. R. López





Ilustración propiedad de
Mike Franchina, Cardinal of malady
(vía artstation).


Tomo I

Capítulo 1: Limbo



1


El lugar se precipitó a él como un escupitajo lo hace contra la pared: sin poder evitarlo. Sólo restituyó su ansiedad una vez consciente que había despertado del todo, hendiendo sus brazos cual bebé intentando palpar algo, lo que fuera, en el aire sinuoso.

Tocó una superficie o una liana, algo poco común, un áspero tejido que podía o no ser la matriz, contendora de todo lo existente, flujo irrevocable del alma. Pensó durante un breve instante que estaba en un reino oculto tras una sentencia de vida en un pozo sin fondo, agarrándose de ese tejido para dejar de caer por un momento. Era como caer, pero jamás dejar de hacerlo, ¿aún podría llamársele caer?

Sentía su flujo, como acordes que fueran en sintonía hacia una canción eternamente inconclusa, espiral, pero aún calma mientras descendía a ese abismo generalizado… cayendo hacia una densa sombra, como el aceite, que lo infundía todo.

Había otros murmullos que nadaban junto a sí, sus cuerpos inmateriales aún guardaban recuerdos de anteriores vidas y muertes. La energía y la materia se fundían en una estructura traslúcida, revelando el fin de un ciclo y su renacer.

Algunos seres hablaron entre tanto, un zumbido aplacado por la conmoción del sueño, y él guardó silencio un momento. Entendió sólo una frase de los murmuradores, hablaba sobre aleatoriedad, sobre la muerte estadística y que era muy probable que aquel encuentro tuviera una relevancia sustancial, un gran paso, una zancada en el espacio de la incertidumbre. Había dicho que en altura… todo era tan claro.

Sintió la pulsión de contestar.

«Quizás es este el destino de la vida, tomar algo como prestado: un cuerpo, un aliento.»

Prestó atención, y los murmuradores guardaron silencio. La voz resonaba dentro de sí. Se sumergió en sus aguas, en el entorno de ella, aun no sabiendo si estaba o no existiendo. Braceó para alcanzar su auténtica profundidad, allí en el núcleo que contenía su presencia última. La voz ahora era perceptible y clara entre el filtro natural del agua en sus oídos vírgenes. Dijo:

—¿Cómo prestado? —Sus palabras monótonas y oscuras.

—Sí, como prestado —reafirmó él, sintiendo la afinidad aumentar con respecto al tiempo.

—No lo entiendo —dijo la voz.

«Tomamos prestados menta y carne, sin pensar que la matriz deseará tenerlos de vuelta. Cuando mueres, aquello que tanto sujetaste, aquello que tanto te pertenecía, tu preciada alma, la dejas fluir en el horizonte de una muerte prematura, retornando adonde se moldeó.

»Quizá debamos descubrir otro propósito… —pensó él—. Uno que nos liga a todos por igual, que no logramos ver por nuestra natural ceguera.»

—¿Qué clase de propósito?

«… No me has dejado terminar, quizá debamos descubrir otro propósito, como quizá no, quizá haya otra persona a la par de la que soy. Si mi vida no tuviera propósito, pero sí la de mi sombra, o la de mi reflejo, yo podría encontrar un propósito…»

Aquella conversación le resultaba familiar, al igual que las corrientes que le rodeaban, sabía dónde estaba, sin embargo, tan pronto comenzaba a hablar, dejaba de precisarlo. Incertidumbre —concluyó—. Sentía el aroma de las flores de primavera, la lluvia de invierno en la piel, la cautela de los pasos en un bosque que respiraba, todo al mismo tiempo…

—Quizá tu existencia no tiene valor alguno —dijo la criatura, y volvió en sí—, quizá no eres más que consecuencia de una probabilidad, un número azaroso; terminas sabiendo nada a pesar de cuestionarte todo. Las partículas no desean condensarse en seres pensantes.

«¿Y por qué habría creado el universo, siendo tan frío y vasto, a las personas si no es para conocerse a sí mismo? Puede ser un efecto innato, tal como las vacas nacen y maman la leche de su madre, la matriz es tan amplia que creó la consciencia para ello en un mecanismo innato homólogo aplazado a miles de millones de años…»

El intruso guardó silencio un momento. Luego dijo:

—¿Matriz?… No eres más que el cascarón del hacedor de estrellas.

Volvió a sumergirse, en aguas que aullaban duda y miedo en la realidad líquida.

Allí no había murmullos, todo era alaridos de sufrimiento. Sentía cientos de manos que se aproximaban para sujetarse en su piel, para evitar ahogarse eternamente en el infierno.

Isaac —dijo la voz, y toda humedad se disipó.

—¿Acaso es el destino del hombre ser una entidad solitaria? —preguntó la vacua voz, como si su alocución le tomara mucho trabajo expresar.

«No estás solo —respondió Isaac atendiendo a la melancolía—. Yo estoy aquí.»

—Ya es tarde, ¡ya es demasiado tarde! —dijo la voz con desesperanza.

«Nunca es demasiado tarde.»

—Las conclusiones a las que llegas... Para mí ya son obvias —espetó la voz, e Isaac sintió la pulsión de pedir clemencia.

«Tu… ¿tú quién eres?»

—Ya es muy tarde —sentenció calmo.

 

*

 

En aquel momento lo sentí, una especie de florecimiento interno, fuera de las mareas aullantes y de la voz incógnita, el despertar en mis articulaciones con leves cosquilleos, el descenso, la caída suave hacia el cobijo gélido de la piel, y su frío tacto con el suelo de aquel lugar desconocido.

Abrió los ojos que jamás había abierto.

 

*

 

La caverna helada emergió, velada por una oscuridad absoluta. Quedaba en evidencia los trozos espinados del hielo en las paredes dispersas. Un helado hálito le brotó de la garganta.

La presencia sospechosa apareció al fondo de la caverna, era tan oscura que parecía perderse en el ambiente. Vio su espalda a lo lejos, no se esforzaba en ocultarse de él. Se acercó con cuidado midiendo cada paso que dejaba atrás, temió por un momento que lo oyera a través de las pisadas cautelosas que resonaban en un eco suave, pero todo apuntaba a que no le oía.

Al llegar ante su encrespada estatura vio el rostro pálido, casi blanco, rodeado del mismo negro que rodeaba el resto del cuerpo, chorreaba sangre por la garganta, los oídos y la nariz. Portaba una temible sonrisa que ocultaba un llanto fúnebre y extraño. No parecía un rostro. Lucía, más bien, como una máscara. Debajo de ella se veía una plástica sonrisa vacía.

La figura no se movía, pero sí las paredes. Atento, insistió en que eso no era una ilusión, y algo se le estaba arremolinando en la garganta, el indicio de algo que se acercaba invadiendo su cordura. Esas paredes frías se acercaban y lo evidente se sumió en su mente al igual que el pánico. ¿Acaso moriría aplastado?

Un pensamiento le hizo olvidar todo por un segundo, se había dado cuenta de algo.

«No sé quién soy», se dijo.

La figura pareció escuchar aquel pensamiento. Un teclear de fondo lo puso tan intranquilo que casi pareció que se movería, pero sólo se limitó a respirar como si hubiese estado durmiendo hasta aquel momento. Isaac vio nuevamente a su alrededor, observando cómo se encogía aún más la caverna. La figura se movía toscamente haciendo crujir su cuerpo y su cuello en breves espasmos.

«¿Por qué se encoje?», exclamó con dolido rencor, no comprendía nada, ni el por qué le resultaba tan escalofriante toda la escena.

«¡Dímelo carajo!», dijo pegando un grito desesperado a la sombra.

—Es la pregunta equivocada —respondió, demasiado tranquilo.

 Oyó un pulso tras su voz, una reverberación profunda que decía:

Huye. Huye… Huye.

«¿Cuál es la puta pregunta?», continuaba gritando hacia sus adentros.

—Es la pregunta equivocada —soltó inerte, mientras la caverna se encogía y se encogía. El batir de su corazón en vuelo estaba al borde de salírsele del pecho. ¿Era miedo lo que sentía? ¿Miedo a la muerte?

—¿Dónde estoy? —dijo él sin pensar.

—Es la pregunta equivocada —seguía diciendo la sombra.

En una idea fugaz sus labios articularon por sí solos.

—No recuerdo quién soy. —Y el espacio paró de encogerse.

La máscara pareció derretirse por un momento, como si lo hubiera soñado despierto.

—Tú, eres producto de mi imaginación —dijo la figura sonando grave y fragmentada.

«Te equivocas, esto es solo una de tantas pesadillas», respondió Isaac.

—¿Seguro? Dime quién eres, dime tu nombre. O bien, dime tu propósito, para qué existes. —Debajo de la máscara su rostro articulaba de nuevo la plástica sonrisa—. Tampoco sabes nada sobre mí.

Se sintió confundido, perdido y fatigado, todo revuelto, sintió la claustrofobia y la ansiedad al ver cómo no había escapatoria. La paranoia se metía por sus poros.

Pero no era todo, detrás de sus palabras sentía, por alguna extraña y compleja razón, que hablaba en serio. Más aún, desde su perspectiva se sintió pequeño. Su voz no era lo único que se había fragmentado, algo en él también lo había hecho, bifurcándose en dos caminos ya distantes que se partirían nuevamente.

—Tu existencia no representa más que el morbo de un ser superior al que no le importas. Digamos que sólo estoy aquí porque necesito algo de ti.

—¿Qué es lo que necesitas?... ¿Qué podría ser tan importante para un ser superior, que no pudiera conseguirlo por sí mismo?

—Es la pregunta equivocada. —Su expresión cambió por completo. Era una estatua.

El sitio comenzó a encogerse nuevamente, estaba aún a unos diez pasos de él.

—Has malgastado tus preguntas.

—¿Cuántas quedan? —inquirió con un mal presentimiento.

—Ahora... ninguna.

La habitación se hacía cada vez más estrecha. Pronto tuvo que acurrucarse entre las paredes junto a la sombra que jamás salió de la sala, y las gélidas murallas se precipitaron ante él. Cuando ya no quedaba más espacio, su cuerpo fue triturado en un festejo de sangre y presión que comprimió hasta el último aullido ahogado y espantoso de su cuerpo, incluso sus huesos descansaron molidos sobre una pequeña porción de espacio inverso, que ahora pasaba a ser tiempo.

Antes de que la oscuridad lo envolviera por completo, vislumbró algo: un abismo devorando la luz, curvándose como la espiral de un caracol, un pozo sin fondo tejido en sombras. Allí, en el corazón de aquella negrura, una niebla oscura chispeaba, y entre destellos silenciosos, reposaba un Cúmulo. En el vacío absoluto, el Cúmulo habló. Su voz lo atravesó todo:

—Despierta, Isaac… Despierta…



2


Un rayo de luz le atravesó el cráneo esa vez. Riendo desesperado gritaba:

—¡Ya sé quién soy! —riendo y gritando hasta la locura, mientras su esposa lo acogía confundida y perturbada, no entendiendo qué sucedía en ese momento a mitad de la madrugada, una vez más entre tantas noches, esperanzada de que sus sueños no se apoderaran de su vida.

Recordaba esa noche, una noche tranquila, pero en tinieblas. La luz no se atrevía a entrar en esos lugares inhóspitos.

Eran recurrentes las pesadillas, desde que lo había conocido siempre había resultado una inofensiva particularidad en él. Sin embargo, llevaba varias semanas teniendo la misma horrible pesadilla, cosa que le inquietaba cada día más. Hablaba de una sombra que lo cubría todo, un manto de noche inexpugnable y asquienta que consumiría su alma, que le quitaría lo más importante de sí, que lo dejaría sin nada. A esas alturas del relato su acabada cordura se había rendido y también la de ella.

Pensó en el negro que vio en sus ojos esa vez, cuando despertó histérico por la presencia de la auténtica noche. La manera en que describió el vacío absoluto le da escalofríos y es motivo del insomnio que la ha poseído los últimos dos meses. Desde ese momento no puede mirar el cielo nocturno, le provoca vértigo y mareos, una increíble sensación de horror hacia algo que jamás observa directamente. Pero el vacío existe, eso no lo puede negar. El vacío existe…

Por encima de su hombro, en la impunidad del silencio, una alargada figura crecía extendiendo su horrible presencia. Sólo la expresión en el rostro de Isaac delató su aparición, y ella gritó cubriéndose los oídos y cerrando los ojos. El vacío venía por ella, y siempre lo había sabido, que ese día llegaría, que nada de lo que hiciera la apartaría de lo que repta en la oscuridad de las personas.

La figura líquida, extensión de la sombra, se esparcía por las paredes.

—Aho....ra t-tu... c-cuer... p-po... me… p-perte… ne… —dijo la sombra, pero las últimas palabras fueron un brote psicótico. Sintió partirse nuevamente su cordura. ¿Cuántos trozos ya habían desparramados?

La figura se lanzó sobre él rasgándole la cara. Isaac se hizo a un lado y la sombra se arrastró como una araña por las paredes. Dejaba un surco con olor a mierda por donde pasaba.

En un arranque de pánico Isaac pegó un grito.

—¡Prefiero morir!... A-antes que entregarte mi cuerpo... ¡Lo destrozaré! —vociferó en esa maldita casona.

La sombra se encogió esparciéndose como una sustancia espesa en la habitación, hasta dejar al descubierto gruesos grumos de carne podrida, cortada y huesos rotos que no parecían haberle pertenecido, además de ojos, pelo y órganos casi irreconocibles. La realidad estaba siendo alterada a cada segundo, ya no había casona, sólo un psiquiátrico.

La gente estaba quieta, congelada en sus tareas. Miradas perdidas, entre escaleras, cocinas y habitaciones. Algunas sostenían charolas, otras agujas. Las voces se mezclaban, pero nadie se movía.

Toda la figura se derramaba en el piso.

—¿Ves ese cuerpo? —oyó.

Sintió un escalofrío, giró despacio para oír de dónde venía la voz, pero él ya sabía quién era. Y nuevamente despertó de la peor pesadilla que había tenido jamás.

 


Se repuso con un fuerte dolor en el pecho, como si sus fuertes latidos amenazaran con romperle el tórax.

Vio a su lado con los ojos bañados en terror, y ahí estaba posada su esposa. La habitación aún olía a muerte, a sudor rancio y a algo mucho peor, algo que no podía nombrar. Pero ya no estaba en ese sueño, el olor se esfumaría pronto. Tenía la mueca en la cara de quien está roto y sus partes no pueden volver a unirse.

En ese momento estuvo seguro de que todo había acabado, no tardó en anticiparse para abrazarla asustado, como si su cuerpo tuviera propiedades curativas, con el corazón estallando, queriendo salir de su pecho.

Se apartó de inmediato. La peste no se iba…

Las lágrimas vinieron sin previo aviso, una respuesta automática de su cuerpo a la desesperación. Se levantó, mirando a su alrededor, sintiendo que la realidad se desmoronaba a su paso. Un líquido oscuro, invisible pero opresivo, parecía aferrarse a las paredes, sosteniéndolas como si estuviera tejiendo una prisión invisible, atrapándolo sin escape.

Se aproximó a la orilla de la cama y vio bajo ella.

Nada.

Rompió a llorar con más fuerza, la angustia desbordándose de su pecho. Se tapó la boca con una mano y volvió la cara a su esposa, de espaldas, tratando de huir de los pensamientos que lo rodeaban, de la tragedia que los acechaba.

«Los ojos fijos de un muerto», pensó al mismo tiempo que levantaba el cubrecama.

Su rostro se tiñó de un aberrante terror, un trauma cubierto con un aura morbosa, esto último por cubrirla con el cubrecama, como si se tratara de una broma. El cuerpo cubierto en gusanos y empochado en pus, se cayó de la cama al igual que él mismo. Los gusanos salieron despedidos por todo el suelo junto a un repulsivo olor a podredumbre.

Se alejó todo lo que pudo para no caer por ese profundo risco al averno, con ese olor que no podía ser parte de ella metiéndose por sus fosas nasales. Vomitó ahí mismo, donde acababa la pared. Cuando levantó la mirada, la sombra se empinaba nuevamente desde el piso.

—¡DÉJAME EN PAZ! —gritó el hombre como un último estruendo de su voz, un sonido pesaroso.

—Todo se acabó.

Quedó suspendido en el aire y él cerró los ojos.

Al abrirlos, ya no había sombra, ya no había nada, volvía a la caverna congelada. Miró arriba, a los lados, y se vio las manos.

«Oscuras...», pensó.

Ya no estaba la figura, ya no estaba la presencia de esas personas, no había casona, ni hospital, ni psiquiátrico, ni esos deseos de morir.

—Ahora es tu turno —dijo alguien, o algo. Se tocó la cara, las manos, los brazos. Ya no estaba la sombra, la sombra era él...

 

 

 

 

 

 

 

 

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