Capítulo 1: Limbo
1
El lugar se precipitó a él como un escupitajo lo hace contra la pared:
sin poder evitarlo. Sólo restituyó su ansiedad una vez consciente que había
despertado del todo, hendiendo sus brazos cual bebé intentando palpar algo, lo que fuera, en el aire sinuoso.
Tocó una superficie o una liana, algo poco común, un áspero tejido que
podía o no ser la matriz, contendora de todo lo existente, flujo irrevocable
del alma. Pensó durante un breve instante que estaba en un reino oculto tras
una sentencia de vida en un pozo sin fondo, agarrándose de ese tejido para
dejar de caer por un momento. Era como caer, pero jamás dejar de hacerlo, ¿aún
podría llamársele caer?
Sentía su flujo, como acordes que fueran en sintonía hacia una canción
eternamente inconclusa, espiral, pero aún calma mientras descendía a ese abismo
generalizado… cayendo hacia una densa sombra, como el aceite, que lo infundía
todo.
Había otros murmullos que nadaban junto a sí, sus cuerpos inmateriales
aún guardaban recuerdos de anteriores vidas y muertes. La energía y la materia
se fundían en una estructura traslúcida, revelando el fin de un ciclo y su
renacer.
Algunos seres hablaron entre tanto, un zumbido aplacado por la
conmoción del sueño, y él guardó silencio un momento. Entendió sólo una frase
de los murmuradores, hablaba sobre aleatoriedad, sobre la muerte estadística y
que era muy probable que aquel encuentro tuviera una relevancia sustancial, un
gran paso, una zancada en el espacio de la incertidumbre. Había dicho que en altura…
todo era tan claro.
Sintió la pulsión de contestar.
«Quizás es este el destino de la vida, tomar algo como prestado: un
cuerpo, un aliento.»
Prestó atención, y los murmuradores guardaron silencio. La voz resonaba
dentro de sí. Se sumergió en sus aguas, en el entorno de ella, aun no sabiendo
si estaba o no existiendo. Braceó para alcanzar su auténtica profundidad, allí
en el núcleo que contenía su presencia última. La voz ahora era perceptible y
clara entre el filtro natural del agua en sus oídos vírgenes. Dijo:
—¿Cómo prestado? —Sus palabras monótonas y oscuras.
—Sí, como prestado —reafirmó él, sintiendo la afinidad aumentar con
respecto al tiempo.
—No lo entiendo —dijo la voz.
«Tomamos prestados menta y carne, sin pensar que la matriz deseará
tenerlos de vuelta. Cuando mueres, aquello que tanto sujetaste, aquello que
tanto te pertenecía, tu preciada alma, la dejas fluir en el horizonte de una
muerte prematura, retornando adonde se moldeó.
»Quizá debamos descubrir otro propósito… —pensó él—. Uno que nos liga a
todos por igual, que no logramos ver por nuestra natural ceguera.»
—¿Qué clase de propósito?
«… No me has dejado terminar, quizá debamos descubrir otro propósito,
como quizá no, quizá haya otra persona a la par de la que soy. Si mi vida no
tuviera propósito, pero sí la de mi sombra, o la de mi reflejo, yo podría
encontrar un propósito…»
Aquella conversación le resultaba familiar, al igual que las corrientes
que le rodeaban, sabía dónde estaba, sin embargo, tan pronto comenzaba a
hablar, dejaba de precisarlo. Incertidumbre —concluyó—. Sentía el aroma de las
flores de primavera, la lluvia de invierno en la piel, la cautela de los pasos
en un bosque que respiraba, todo al mismo tiempo…
—Quizá tu existencia no tiene valor alguno —dijo la criatura, y volvió
en sí—, quizá no eres más que consecuencia de una probabilidad, un número
azaroso; terminas sabiendo nada a pesar de cuestionarte todo. Las partículas no
desean condensarse en seres pensantes.
«¿Y por qué habría creado el universo, siendo tan frío y vasto, a las
personas si no es para conocerse a sí mismo? Puede ser un efecto innato, tal
como las vacas nacen y maman la leche de su madre, la matriz es tan amplia que
creó la consciencia para ello en un mecanismo innato homólogo aplazado a miles
de millones de años…»
El intruso guardó silencio un momento. Luego dijo:
—¿Matriz?… No eres más que el cascarón del hacedor de estrellas.
Volvió a sumergirse, en aguas que aullaban duda y miedo en la realidad
líquida.
Allí no había murmullos, todo era alaridos de sufrimiento. Sentía
cientos de manos que se aproximaban para sujetarse en su piel, para evitar ahogarse
eternamente en el infierno.
—Isaac —dijo la voz, y toda humedad se disipó.
—¿Acaso es el destino del hombre ser una entidad solitaria? —preguntó la
vacua voz, como si su alocución le tomara mucho trabajo expresar.
«No estás solo —respondió Isaac atendiendo a la melancolía—. Yo estoy
aquí.»
—Ya es tarde, ¡ya es demasiado tarde! —dijo la voz con desesperanza.
«Nunca es demasiado tarde.»
—Las conclusiones a las que llegas... Para mí ya son obvias —espetó la
voz, e Isaac sintió la pulsión de pedir clemencia.
«Tu… ¿tú quién eres?»
—Ya es muy tarde —sentenció calmo.
*
En aquel momento lo sentí, una especie de florecimiento interno, fuera
de las mareas aullantes y de la voz incógnita, el despertar en mis articulaciones
con leves cosquilleos, el descenso, la caída suave hacia el cobijo gélido de la
piel, y su frío tacto con el suelo de aquel lugar desconocido.
Abrió los ojos que jamás había abierto.
*
La caverna helada emergió, velada por una oscuridad absoluta. Quedaba
en evidencia los trozos espinados del hielo en las paredes dispersas. Un helado
hálito le brotó de la garganta.
La presencia sospechosa apareció al fondo de la caverna, era tan oscura
que parecía perderse en el ambiente. Vio su espalda a lo lejos, no se esforzaba
en ocultarse de él. Se acercó con cuidado midiendo cada paso que dejaba atrás,
temió por un momento que lo oyera a través de las pisadas cautelosas que
resonaban en un eco suave, pero todo apuntaba a que no le oía.
Al llegar ante su encrespada estatura vio el rostro pálido, casi
blanco, rodeado del mismo negro que rodeaba el resto del cuerpo, chorreaba
sangre por la garganta, los oídos y la nariz. Portaba una temible sonrisa que
ocultaba un llanto fúnebre y extraño. No parecía un rostro. Lucía, más bien,
como una máscara. Debajo de ella se veía una plástica sonrisa vacía.
La figura no se movía, pero sí las paredes. Atento, insistió en que eso
no era una ilusión, y algo se le estaba arremolinando en la garganta, el
indicio de algo que se acercaba invadiendo su cordura. Esas paredes frías se
acercaban y lo evidente se sumió en su mente al igual que el pánico. ¿Acaso moriría
aplastado?
Un pensamiento le hizo olvidar todo por un segundo, se había dado
cuenta de algo.
«No sé quién soy», se dijo.
La figura pareció escuchar aquel pensamiento. Un teclear de fondo lo
puso tan intranquilo que casi pareció que se movería, pero sólo se limitó a
respirar como si hubiese estado durmiendo hasta aquel momento. Isaac vio
nuevamente a su alrededor, observando cómo se encogía aún más la caverna. La
figura se movía toscamente haciendo crujir su cuerpo y su cuello en breves
espasmos.
«¿Por qué se encoje?», exclamó con dolido rencor, no comprendía nada,
ni el por qué le resultaba tan escalofriante toda la escena.
«¡Dímelo carajo!», dijo pegando un grito desesperado a la sombra.
—Es la pregunta equivocada —respondió, demasiado tranquilo.
Oyó un pulso tras su voz, una
reverberación profunda que decía:
—Huye. Huye… Huye.
«¿Cuál es la puta pregunta?», continuaba gritando hacia sus adentros.
—Es la pregunta equivocada —soltó inerte, mientras la caverna se
encogía y se encogía. El batir de su corazón en vuelo estaba al borde de
salírsele del pecho. ¿Era miedo lo que sentía? ¿Miedo a la muerte?
—¿Dónde estoy? —dijo él sin pensar.
—Es la pregunta equivocada —seguía diciendo la sombra.
En una idea fugaz sus labios articularon por sí solos.
—No recuerdo quién soy. —Y el espacio paró de encogerse.
La máscara pareció derretirse por un momento, como si lo hubiera soñado
despierto.
—Tú, eres producto de mi imaginación —dijo la figura sonando grave y
fragmentada.
«Te equivocas, esto es solo una de tantas pesadillas», respondió Isaac.
—¿Seguro? Dime quién eres, dime tu nombre. O bien, dime tu propósito,
para qué existes. —Debajo de la máscara su rostro articulaba de nuevo la
plástica sonrisa—. Tampoco sabes nada sobre mí.
Se sintió confundido, perdido y fatigado, todo revuelto, sintió la
claustrofobia y la ansiedad al ver cómo no había escapatoria. La paranoia se
metía por sus poros.
Pero no era todo, detrás de sus palabras sentía, por alguna extraña y
compleja razón, que hablaba en serio. Más aún, desde su perspectiva se sintió
pequeño. Su voz no era lo único que se había fragmentado, algo en él también lo
había hecho, bifurcándose en dos caminos ya distantes que se partirían
nuevamente.
—Tu existencia no representa más que el morbo de un ser superior al que
no le importas. Digamos que sólo estoy aquí porque necesito algo de ti.
—¿Qué es lo que necesitas?... ¿Qué podría ser tan importante para un
ser superior, que no pudiera conseguirlo por sí mismo?
—Es la pregunta equivocada. —Su expresión cambió por completo. Era una
estatua.
El sitio comenzó a encogerse nuevamente, estaba aún a unos diez pasos
de él.
—Has malgastado tus preguntas.
—¿Cuántas quedan? —inquirió con un mal presentimiento.
—Ahora... ninguna.
La habitación se hacía cada vez más estrecha. Pronto tuvo que
acurrucarse entre las paredes junto a la sombra que jamás salió de la sala, y
las gélidas murallas se precipitaron ante él. Cuando ya no quedaba más espacio,
su cuerpo fue triturado en un festejo de sangre y presión que comprimió hasta
el último aullido ahogado y espantoso de su cuerpo, incluso sus huesos
descansaron molidos sobre una pequeña porción de espacio inverso, que ahora
pasaba a ser tiempo.
Antes de que la oscuridad lo envolviera por completo, vislumbró algo:
un abismo devorando la luz, curvándose como la espiral de un caracol, un pozo
sin fondo tejido en sombras. Allí, en el corazón de aquella negrura, una niebla
oscura chispeaba, y entre destellos silenciosos, reposaba un Cúmulo. En el
vacío absoluto, el Cúmulo habló. Su voz lo atravesó todo:
—Despierta,
Isaac… Despierta…
2
Un rayo de luz le atravesó el cráneo esa vez. Riendo desesperado
gritaba:
—¡Ya sé quién soy! —riendo y gritando hasta la locura, mientras su
esposa lo acogía confundida y perturbada, no entendiendo qué sucedía en ese
momento a mitad de la madrugada, una vez más entre tantas noches, esperanzada
de que sus sueños no se apoderaran de su vida.
Recordaba esa noche, una noche tranquila, pero en tinieblas. La luz no
se atrevía a entrar en esos lugares inhóspitos.
Eran recurrentes las pesadillas, desde que lo había conocido siempre
había resultado una inofensiva particularidad en él. Sin embargo, llevaba varias
semanas teniendo la misma horrible pesadilla, cosa que le inquietaba cada día
más. Hablaba de una sombra que lo cubría todo, un manto de noche inexpugnable y
asquienta que consumiría su alma, que le quitaría lo más importante de sí, que
lo dejaría sin nada. A esas alturas del relato su acabada cordura se había
rendido y también la de ella.
Pensó en el negro que vio en sus ojos esa vez, cuando despertó
histérico por la presencia de la auténtica noche. La manera en que describió el
vacío absoluto le da escalofríos y es motivo del insomnio que la ha poseído los
últimos dos meses. Desde ese momento no puede mirar el cielo nocturno, le
provoca vértigo y mareos, una increíble sensación de horror hacia algo que
jamás observa directamente. Pero el vacío existe, eso no lo puede negar. El
vacío existe…
Por encima de su hombro, en la impunidad del silencio, una alargada
figura crecía extendiendo su horrible presencia. Sólo la expresión en el rostro
de Isaac delató su aparición, y ella gritó cubriéndose los oídos y cerrando los
ojos. El vacío venía por ella, y siempre lo había sabido, que ese día
llegaría, que nada de lo que hiciera la apartaría de lo que repta en la
oscuridad de las personas.
La figura líquida, extensión de la sombra, se esparcía por las paredes.
—Aho....ra t-tu... c-cuer... p-po... me… p-perte… ne… —dijo la sombra,
pero las últimas palabras fueron un brote psicótico. Sintió partirse nuevamente
su cordura. ¿Cuántos trozos ya habían desparramados?
La figura se lanzó sobre él rasgándole la cara. Isaac se hizo a un lado
y la sombra se arrastró como una araña por las paredes. Dejaba un surco con
olor a mierda por donde pasaba.
En un arranque de pánico Isaac pegó un grito.
—¡Prefiero morir!... A-antes que entregarte mi cuerpo... ¡Lo
destrozaré! —vociferó en esa maldita casona.
La sombra se encogió esparciéndose como una sustancia espesa en la
habitación, hasta dejar al descubierto gruesos grumos de carne podrida, cortada
y huesos rotos que no parecían haberle pertenecido, además de ojos, pelo y
órganos casi irreconocibles. La realidad estaba siendo alterada a cada segundo,
ya no había casona, sólo un psiquiátrico.
La gente estaba quieta, congelada en sus tareas. Miradas perdidas,
entre escaleras, cocinas y habitaciones. Algunas sostenían charolas, otras
agujas. Las voces se mezclaban, pero nadie se movía.
Toda la figura se derramaba en el piso.
—¿Ves ese cuerpo? —oyó.
Sintió un escalofrío, giró despacio para oír de dónde venía la voz,
pero él ya sabía quién era. Y nuevamente despertó de la peor pesadilla que
había tenido jamás.
Se repuso con un fuerte dolor en el pecho, como si sus fuertes latidos
amenazaran con romperle el tórax.
Vio a su lado con los ojos bañados en terror, y ahí estaba posada su
esposa. La habitación aún olía a muerte, a sudor rancio y a algo mucho peor,
algo que no podía nombrar. Pero ya no estaba en ese sueño, el olor se esfumaría
pronto. Tenía la mueca en la cara de quien está roto y sus partes no pueden
volver a unirse.
En ese momento estuvo seguro de que todo había acabado, no tardó en
anticiparse para abrazarla asustado, como si su cuerpo tuviera propiedades
curativas, con el corazón estallando, queriendo salir de su pecho.
Se apartó de inmediato. La peste no se iba…
Las lágrimas vinieron sin previo aviso, una
respuesta automática de su cuerpo a la desesperación. Se levantó, mirando a su
alrededor, sintiendo que la realidad se desmoronaba a su paso. Un líquido
oscuro, invisible pero opresivo, parecía aferrarse a las paredes,
sosteniéndolas como si estuviera tejiendo una prisión invisible, atrapándolo
sin escape.
Se aproximó a la orilla de la cama y vio bajo ella.
Nada.
Rompió a llorar con más fuerza, la angustia desbordándose de su pecho.
Se tapó la boca con una mano y volvió la cara a su esposa, de espaldas,
tratando de huir de los pensamientos que lo rodeaban, de la tragedia que los
acechaba.
«Los ojos fijos de un muerto», pensó al mismo tiempo que levantaba el
cubrecama.
Su rostro se tiñó de un aberrante terror, un trauma cubierto con un
aura morbosa, esto último por cubrirla con el cubrecama, como si se tratara de
una broma. El cuerpo cubierto en gusanos y empochado en pus, se cayó de la cama
al igual que él mismo. Los gusanos salieron despedidos por todo el suelo junto
a un repulsivo olor a podredumbre.
Se alejó todo lo que pudo para no caer por ese profundo risco al averno,
con ese olor que no podía ser parte de ella metiéndose por sus fosas nasales.
Vomitó ahí mismo, donde acababa la pared. Cuando levantó la mirada, la sombra
se empinaba nuevamente desde el piso.
—¡DÉJAME EN PAZ! —gritó el hombre como un último estruendo de su voz,
un sonido pesaroso.
—Todo se acabó.
Quedó suspendido en el aire y él cerró los ojos.
Al abrirlos, ya no había sombra, ya no había nada, volvía a la caverna
congelada. Miró arriba, a los lados, y se vio las manos.
«Oscuras...», pensó.
Ya no estaba la figura, ya no estaba la presencia de esas personas, no
había casona, ni hospital, ni psiquiátrico, ni esos deseos de morir.
—Ahora es tu turno —dijo alguien, o algo. Se tocó la cara, las manos,
los brazos. Ya no estaba la sombra, la sombra era él...
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