La noche que cayó del cielo
Había estado leyendo toda la tarde, de tres a seis, con un nudo en la garganta, y viendo repetidas veces el reloj.
Bram, había sido un respetado doctor hace más de quince años, ahora, a sus 55 años de edad, no podía decir de sí mismo que fuera una persona totalmente consciente y ágil con su vida. Lo había dejado por los horrores que le atormentaron. Estaba viejo ahora, y le costaba caminar, y respirar. Recordaba el por qué de ambas causas, pero se estremecía de sólo intentar disolver esos pensamientos; nunca lo podría olvidar, sería una maldición con la que debería vivir el resto de sus horas de vida...
Bram sabía que caminaba a su muerte inminente, esa cosa se lo había dicho ese día. No llovía, solo era la tarde, pero el lugar aún así parecía tan tétrico como un castillo abandonado y enmarañado como lo habría sido en unos años más su mansión.
Por proyectos terminados y acabados con un rotundo éxito, había logrado reunir una cantidad no despreciable de dinero, con la que pudo comprar la tremenda mansión que sería su propia ruina, la que acabaría con su cordura... a menudo, Bram sentía la presencia de aquella cosa; una sombra con formas no humanas, que se ampliaba y contraía con sonidos mórbidos, gemidos ahogados, carraspeos, y... alaridos, que pronto se transformaban en rugidos extraños.
Desde el principio, el mayordomo le reiteró que no había nada de qué temer, que estaba resguardado por guardias, que había perros que protegían las proximidades del perímetro, y que nada podría acercarse sin que lo supieran ellos primero. Eso hasta su renuncia, cuando ya se hartó de todas sus locuras, lo comprendía... cualquiera que viniera diciendo que algo le vendría a buscar de entre las sombras, arrastrándose en chorros de negra sustancia de noche, habría sido tomado por loco. Cualquiera pensaría igual, cualquiera menos el afectado, y el afectado era él, muriendo de a poco por la paranoia, los nervios, y el pánico.
El doctor gastó toda su fortuna 5 años atrás del tiempo actual. Sobrepasó todo lo que tenía y tendría jamás por un poco de seguridad. Le había llegado un aviso de embargo, y pasaría poco tiempo para que le quitaran todo lo que tenía.
Pronto, en el crepúsculo que le precedía al color de ocaso, comenzó a sentir la presencia del presentimiento.
Cerró el libro viejo, y se apresuró a tomar un cigarrillo de una cajetilla arrugada; las manos le tiritaban.
Cuando el humo empezó a manar hacia arriba, se sintió un tanto más tranquilo; un ruido... Se detuvo. Miró por la ventana. Siguió fumando inquieto. Iba y venía, mientras las oscuras sombras se acercaban hacia él por el paso de las horas.
"Este es el día" −reflexionaba con ansiedad.
Tenía un caldero gigantesco del que salía luz vibrante, zigzagueante, en un caos que observaba con admiración. Le gustaría ser fuego, el fuego no presencia la noche, el fuego va y viene, y si se apaga es porque muere. Muere de golpe. Una muerte rápida es lo que deseaba...
Sintió el escalofrío cuando volvió a ver por la ventana. La noche ya se había desparramado.
"Mierda... no...".
El miedo se asomó su ser, y Bram mirando el cielo tacturno casi llora, quizá era un llamado. Pero no atendió a sus palabras, y el llamado no volvió jamás.
"Casi es hora...".
En su tiempo, él había sido una persona tranquila, segura, totalmente opuesta a lo que era ahora: un ente hundido en el pánico.
Se armó de valor, e intentó recordar todo aquel evento macabro, que se esforzaba en esconderse detrás de un velo oscuro de tinieblas.
Se le impuso una niebla vasta, que sobrellevaba todo un mar de incertidumbre. Desde la altura que sus pensamientos le otorgaban, no podía ver nada. Se adentró en la niebla, entre los gruesos cúmulos de blanca espesura.
Y recordó un breve instante, lo que le proporcionó un espasmo, y un temblor imparable en las manos. Un grito salió de él y se sujetó la cabeza por el dolor que sabía que venía. Pero era sólo un recuerdo.
"Los recuerdos hieren mucho más, Bram, no metas el dedo en la llaga" −se recordó a sí mismo.
Pero él más que nadie debía tener miedo.
Todo comenzó un 14 de abril, hace más de 30 años, a sus 23 cuando disfrutaba de la vida universitaria; en la biblioteca que tanto frecuentaba en los fines de semana. Arremetió entre nuevas lecturas para la investigación de su tesis final.
Revolviendo entre tomos y tomos, cayeron cinco pesados libros, tuvo que levantar la lámpara para poder ver los daños de estos, ya que estaban a buena altura del suelo.
Leyó el título.
"Anatomía, ocultismo, e inmortalidad". Y se le quedó mirando totalmente absorto en una sensación poco habitual.
Lo abrió con detenimiento y expectativa. Esperaba encontrar un montón de raras referencias, pero lo que halló fue mucho peor. Se encontró frente a las páginas del libro cerca de tres horas, tratando de identificar a qué se referían semejantes signos, fotografías, e investigaciones sin fundamento aparente en la práctica.
Se leía en párrafos:
A través de los años se han incorporado en los templos justamente las formas del cuerpo humano, en los que generalmente el altar, o centro de oración está en la posición de la cabeza humana (...)
(...) los signos ocultistas, nos proporcionan el conocimiento de lo que está oculto tras la cortina de lo que vemos. Pero esto, no asegura la seguridad del médium; se han encontrado resultados positivos, como también negativos. La posesión, el maleficio, y la maldición son efectos secundarios que se presumen y destacan en las artes oscuras. De este último no abundaremos en este tomo, pues lo que nos llama son las artes positivas.
Cierto detalle le llamó la atención. Si podía lograr modificarse a sí mismo como un inmortal, podría conocer todas las artes desconocidas, y estudiarlas por siempre y no morir jamás.
(...) Se debe tener extremo cuidado al manipular los signos, no querrás, lector, sufrir una recaída en el valle de las sombras.
Le indicaban cómo y dónde hacer incisiones; cómo manipularse a sí mismo, y no sentir dolor; cómo obtener acceso a viajes astrales a través de dimensiones paralelas plagadas de seres extraños; cómo identificar y erradicar el mal de ojo; y cómo practicar experimentalmente cada detalle.
Recordó cierta ocasión al encontrarse a un profesor en la facultad, en un pasillo en las inmediaciones de la oscuridad de la noche. El hombre al verlo dejó escapar un susto, y luego sonrió a su alumno.
Llevaba una pila de libros y documentos a un lado de su brazo, y sentía la necesidad de pestañear mucho, y muy rápido. Odiaba ese gesto, y odiaba la forma en que sus huesos flacos sobresalían de sus muñecas. Odiaba los grandes lentes que tenía, y las angulares ojeras negras. Le miró a los ojos con rostro impune, y soltó una risa que hiciera parecer a esa situación... una coincidencia. Y cuando se despedía y se retiraba casi nervioso, lo logró.
−Eh... ¡Profesor!... −exclamó con su voz más dudosa e inocente, y él se dio la vuelta con disposición.
−¿Sí, Bram?
Veía en sus ojos el presentimiento, el mismo presentimiento que le acompañaba ahora en esa mansión helada y malograda. Los libros eran de él.
−Se ve un tanto nervioso, ¿le pasa a usted algo profesor Collins?
Por un momento no hizo gesto alguno, y tan rápido como dejó de palpitar su corazón, le devolvió la sonrisa nerviosa y junto con ello, el pulso. Rió suavemente un par de segundos. Y volvió a hacerlo apartando la vista.
−No es nada, Bram. Si me disculpa, debo... irme.
−Tranquilo, no era esa mi duda. Es sobre el otro día. Encontré ciertos, escritos, que guardé con aprecio.
−¿Sí?... ¿q-qué, tiene que ver conmigo todo eso, Bram?
−Es usted muy impaciente, profesor.
Y le dediqué una aclamación.
−Bueno, se me hace tarde, Bram, por favor continúa.
La barba se le estaba mojando tenuemente con sus sudores.
−Y... me preguntaba, si el ocultismo significa para usted, algo.
Sus ojos se distorsionaron unos instantes, como si hubiera visto degollar a alguien, pero luego con el ceño confundido, contestó algo inesperado.
−Yo lo frecuentaba, cierto, en mis estudios, para alguno que otro fragmento de la ciencia y sus enigmas, pero le aconsejo señor Bram que no lo maneje por nada del mundo, son... artes peligrosas, y realmente aterradoras; moriría antes de volver a tener algún tipo de contacto con ello...
−Encontré un tomo en particular −le interrumpió súbitamente− bastante interesante.
−De cuál hablas Bram.
"Está aterrorizado, me creerá el demonio de ahora en adelante".
−Dígame... ¿La divinidad es una variable más en el ocultismo?
−Bueno, sí, en cierto modo sí... por favor, Bram, no sigas indagando en esto, no es prudente para ti, ni para mí como maestro.
−Anatomía, ocultismo, e inmortalidad.
Sus ojos estaban conmocionados, y sentí que podría haberse echado a llorar en cualquier momento, pero era un hombre relativamente fuerte y duro. Resistió.
−¿Cómo haz dicho? Yo... y-yo, debo irme, Bram, lo siento, no puedo, n-no puedo. Ya no hables.
Se perdió su mirada en un vacío abismal. Intenté acercarme, pero pareció que yo era el autor de esa agonía y del terror que sumía su alma.
−Descuide, profesor, solo tenía esas dudas... hasta pronto −dibujé una última sonrisa maliciosa en mi rostro, y le dejé con sus horrores ahí en el pasillo oscuro atormentándole.
Volvió con más ganas que antes a sus estudios retorcidos.
Se sintió atrevido, y revolucionado hasta cierto punto, estos conocimientos le podrían costar la vida, y la muerte.
Partió dedicando sus horas de estudio, a estudiar la anatomía humana, para así no cometer ni el más mínimo error. Leyó escritos sobre criogenia aplicada sin éxito con cámaras ventiladas de forma artificial, y los cuerpos que podría en teoría volver a la vida. La intentó entremezclar con lo que ahora era su pasión extraña y morbosa, pero el resultado no era el esperado.
Se adentraba cada vez en invenciones más macabras, diseccionando animales de todo tipo en el sótano de su casa, dejando impregnado el olor tenebroso y acre de los espeluznantes chorros, y desperdicios de carne de sus criaturas.
Los robaba de granjas lejanas para que no sospecharan de sus intenciones, y les ahogaba, para así mantener el cuerpo en las condiciones adecuadas. Luego, les posaba en una tabla que podría pasar por una puerta de tamaño considerable; donde dibujaba signos con diferentes tintas y materiales.
Teniendo estos elementos, procedía cortando, y uniendo; desmembrando, y mutilando; mezclando, y probando miles de veces... pero nada sucedía. Sólo su mente se encontraba menos cada vez. Hubo un momento en el que, habría podido jurar, que el cerdo pestañeaba, pero no podía estar seguro, además... era imposible, hablábamos de volver a la vida, de hacer un cuerpo eterno, no de hacer que el cerdo pestañeara, no tenía sentido.
Trataba de preservar el cuerpo muerto el tiempo suficiente para que se considerara en sus apuntes, pero al contrario, en una hora o en diez, igualmente los encontraba llenos de gusanos, y con líquidos amarillentos y rojos oscuros, negros, y hasta morados, rezumando del cuerpo podrido, con los huesos descarnados a la vista, como si ácido fuera lo que le hubiesen lanzado.
En alguna plana del libro, había leído, y comprendido también, que tiraba los dados cada vez que intentaba poseer el cuerpo y revelar sus secretos. Quién sabe, quizás encontrara algo que superara su percepción. De cualquier forma, estaba entregando su integridad al azar.
Pasaron años, su carrera como doctor fue terminada con honores, y su tesis totalmente opuesta al ocultismo, se centró en los estudios que precedían a los que encontró aquel día en la sección oculta de la biblioteca, donde permanecían los escritos más antiguos y extraños que jamás encontraría nadie.
Sus amigos se habían perdido para él. A veces le llamaban Alex. En realidad su nombre nunca había sido de su agrado, Bram Aleksándrovich Bogdánov, sólo su madre en algún momento le había llamado por su nombre real. De todas formas no necesitaba amigos, no eran más que distracciones que lo privaban de la libertad de estudio.
−¿No tienes más que hacer que estudiar esos libros de mierda, Bram?
−No, la biología humana es un tesoro que rara vez es descubierta con facilidad Ben. Yo he descubierto cosas... cosas que no te imaginarías.
−No quiero volver a tener contacto contigo, estás loco... no quiero que vuelvas a hablarme.
−¿Y pensabas que yo necesitaba de ti? ¿Quién es el loco?
−Jodete...
Desde ese momento que no hablaba con nadie hasta Margarette, que, al ver que hacía semejantes atrocidades, se fue de mi lado al instante. Estaba solo, completamente solo.
Solo tenía mis instrumentos, herramientas, y cadáveres archivados en descomposición tardía.
Decidí dejar por un tiempo mis intrigas prohibidas.
Comencé a atender en un hospital cercano, rindiendo tributo a mis años de universidad formándome como carnicero, o doctor, como le dicen algunos...
Trabajé largo tiempo, pero para mi mala suerte: mis experiencias con malos amigos, y mis relaciones tormentosas, hicieron de mí alguien conocido como lo dicho anteriormente, y era algo que también les aterrorizaba de varias maneras, me llamaban... El Carnicero. De la misma forma en que solía yo burlarme de los cirujanos. Pero no era igual, para nada. Sonaba tétrico, y espeluznante, incluso a mí, que me tocaba hallarme con cuerpos todos los días, me resultaba raro e impreciso, o quizá lo más preciso, teniendo en cuenta mis actividades pasadas, las que ya había dejado, y que me tenían pendiendo de un hilo de incertidumbre y deseo.
Llegó una ocasión, en la que un paciente llegó con daños graves por la herida de una bala perdida cerca del corazón, que no podrían extraer ni menos tratar. Estaba dado por muerto. Era una tarea imposible, y ellos lo sabían.
Les sugerí que dejaran el cuerpo en mi presencia y así al menos moriría sin más dolor. Cuando estuve con el cuerpo sangrante, verifiqué la herida tanto como pude: tenían razón. La bala había perforado las paredes de los pulmones de lado a lado, dejando manar la sangre dentro de ellos; abandonando la bala muy cerca del corazón. El disparo se había originado cerca del estómago, hacia arriba, arrastrando todo lo que podía arrastrar una bala a quemarropa.
Un pensamiento pasó fugaz por mi mente. Se aceleró mi corazón, y... no lo pensé demasiado. Dudé un segundo, otro ya no, y volvía a reiterarse.
"Estos son los secretos que Dios no quiere que hallemos...".
Me puse unos guantes largos, y una mascarilla.
Salí con toda seguridad.
−Necesito que ambos se laven las manos, y desinfecten.
−¿Qué?... ¡Espere! ¿De qué habla?
−El cuerpo. Está contaminado. Hay que quemarlo.
−¿Quemarlo?
−Pero... ¿qué diremos a sus familiares?
−La verdad, so tonto. No quieres que todos en este lugar mueran por un descuido tuyo, ¿no?
Como pude, evalué lo que debía hacer. Con gran detenimiento analicé las variantes y las pocas posibilidades −casi nulas− de éxito.
Pero había algo que este cuerpo tenía que los otros no... consciencia, que lo hacía sustancialmente más probable, al menos un cuatro o cinco por ciento más de lo previsto.
La consciencia podía ser el detalle del que hablaba el profesor Collins hace años, no debía dibujar símbolos con raíces religiosas, debía tener un cuerpo con la capacidad de ningún animal. Debía usar mis prácticas en cuerpos humanos.
Más tarde llenaría un completo formulario, de que el cuerpo estaba contaminado, y debería justificarlo con astucia, pero sería fácil; ahora solo importaba esto...
Comencé el ritual pagano, para poder hacer el primer experimento.
Extraje su corazón con júbilo espantoso. Lo iba a lograr, yo lo sabía. Planté el cuchillo afilado en la piel, y esta sangró rápidamente, me sentí vivo nuevamente, y reí con furia. Cada gota que rebasaba del cuerpo muerto, se le impregnaba en las manos. Seguramente el hombre se sentiría manoseado.
Tomé el marcador, y le dibujé el signo en profundidad. Cambié de página, y pronuncié palabras que casi no sabía que pudieran ser pronunciadas. Leí los símbolos como si fueran mi lengua materna; y para finalizar, compartí a la muerte, un poco de sangre de mi propia mano. El dolor relampagueó un minuto, pero luego se fue... Miré la herida en la palma de mi mano nuevamente, y ya casi no estaba. La sangre se volvía a meter en la cortada como succionándola.
Me asusté, pero cabía la posibilidad de que viera algo que no había visto antes. La noche cayó del cielo ese día, se desparramó del techo estrellado, y se hundió en las mazmorras del sótano de mi casa donde estaba yo en ese momento con aquel cuerpo.
El líquido de negro azabache se deslizó por la escalera que daba a la subida, y yo retrocedí a un rincón cercano, mis ojos estaban abiertos como platos, y sudaba frío, tenía escalofríos. Pero aún así sentía curiosidad, la misma curiosidad que había sentido al principio, una intriga palpable, casi comparada a la excitación descontrolada bordeando la locura.
El líquido negruzco subió por las patas de la mesa, y se tragó el cuerpo. El hombre que estaba muerto, comenzó a convulsionar con brutalidad asquerosa y repulsiva. Y tan pronto como paró, se puso de pie, con los ojos perlados del negro que había caído del cielo.
−Haz incurrido en terreno divino. Haz violado las leyes de la naturaleza. Haz intentado ver en lo oculto. Y debes ser castigado. No puedes correr. No puedes escapar.
Pronunció el espectro.
Hasta ese momento, nunca había sentido un terror tan intenso como el que presencié en la aparición. Mi cordura se debilitó hasta el punto de hacerse un hilillo frágil de algodón. El negro quedó esparcido en toda la habitación, y el cuerpo sumido en los líquidos, se contrajo y fracturó de pies a cabeza. El sonido le produjo serias ganas de vomitar, y lo hizo, después, cuando la carne se esparció por el cuarto del sótano. Lanzando pedazos del hombre en su ropa, y en las paredes; sobre los cerdos colgados, y los gatos empalados.
Desde ese mismísimo momento... he intentado ganar la mayor cantidad de tiempo posible. La muerte negra me perseguía a donde quiera que fuera. Me rasguñaba la piel mientras dormía, y me susurraba horribles palabras en mis sueños, palabras prohibidas en el vocabulario de las personas. Me perseguía y arremetía contra mí con el ímpetu que la sangre tiene al adherirse a la ropa.
Es por eso que ahora estoy aquí...
"Enfrentaré a esa sombra de mierda" −dije, al borde de las lágrimas.
Era la hora. Lo sintió en los huesos. La franja frágil de cordura se rompió en ese abrir y cerrar de ojos. Tenía un hacha en la mano. Pero la lanzó lejos al posar la vista en el ángel que venía por él. Se arrastró al caldero y vio hacia el cielo un momento: el negro escurría por los pilares del balcón. Intentó correr, pero sus pies flojos por los años no respondían como deberían.
El Carnicero estaba siendo ajusticiado por desafiar las leyes naturales que regían el mundo consciente; por ser motivado por las pasiones demenciales como eran el asesinato, e intentar atentar contra la integridad de su propio cuerpo y alma.
El ángel oscuro, reía sombrío. No podía verlo sin hundir más su juicio en la miseria. Le enterró sus uñas agujereadas y podridas en la carne de la pierna y sintió el terror siniestro, de un millar de almas en pena, aullando y arrastrándole el cuerpo a un abismo todo de fuego que le quemaba la garganta al respirar. Los esqueletos raquíticos, deformes por sabe dios qué horrores... gritaban con un sentido putrefacto y rancio; ahí olía a azufre, y alquitrán esparcidos y mezclados con carne podrida y quemada. La sombra le soltó un segundo, sintió los espasmos de su risa. Moriría si otra vez le llevaba a ese lugar.
Se acercó torpemente al caldero rebosante de llamas y brasas calientes, y se metió lentamente, retorciéndose en contracciones y movimientos en los que se dislocaban los huesos de su cuerpo, mientras rugía con alaridos retumbantes de dolor y sufrimiento incesantes.
No iba a volver a llevarlo a ese mundo espantoso y apartado nunca jamás... nunca jamás.
La tortura del ángel deforme que ahora tomaba el cuerpo quemado, estaba diseñada para que se arrepintiera de sus pecados... y se castigara a sí mismo de igual a igual con los horrores que había cometido en vida.
Nadie nunca más volvió a ver a Bram.
El Carnicero ya no volvería a ultrajar, ni husmear, en los secretos ocultos de los seres vivos.
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